Me despertó el tintineo de la lluvia en la ventana a las 6.30 de la mañana...
De todas formas tenía que levantarme temprano para ir a sacar un número al médico. En la cocina no quedaba café, había olvidado comprarlo y, por más que escurrí el bote, fue inútil. Medio a ciegas me vestí y me lancé a la lluvia para comprar un espresso en la cafetería que hace esquina con la calle del centro de salud (recuerdo que me gusta el café desde pequeña, cuando con cinco años robé el primer sorbo de la taza de mi padre). "Sí... esto está mejor", pensé mientras observaba a una abuela que entraba en la panadería con su bata de andar por casa y sus babuchas, y un paraguas negro de caballero con varias varillas rotas, muy destartalado. Lo que tiene vivir en un pueblo...
Pagué el café, lié un cigarro y me fuí a sacar ese número para mi médico de cabecera. Ya había dejado de llover y encendí mi cigarrillo. En la puerta del centro de salud había ya un pequeño corro de personas que esperaban y me uní a ellos, todos mayores de 70 años. Tiré el cigarro que rodó por la acera hasta caer en un pequeño charco de la calzada mientras me preguntaba cómo podía soportar el tedio diario del pueblo. Podía y puedo, ¡Claro que puedo!. No importa haber pasado fuera años, incluso el haber vivido en una megalópolis del extranjero. Aquí están mis comienzos, aquí hay quién recuerda a mis parientes ya muertos... "¿Tú no eres la nieta de Juan?", me pregunta un señor que está reposado en la pared haciendo dibujitos con la punta del paraguas sobre una losa del suelo. "Sí...", contesto con una sonrisa partida.
Otra vez me he acordado de su olor a naranja, a hierbabuena, ese era mi abuelo. Dos ojitos verdes como soles lejanos de primaveras perdidas; dos ojitos verdes que siempre le lloraban no sé por qué. Él decía que eran marrones pero eran verdes, un verde muy característico, como una hoja de olivo mirada a contraluz. Verdes plateados, sí, así eran. Verdes plateados...
Me acordé de la abuela, cómo no. Me acordé de la abuela dormida en la candela con el costurero en las rodillas y la olla del puchero humeando en la cocina.Y me acordé de muchas cosas. Y me reproché a mí misma el hecho de haber pensado que nada me ataba a este pueblo, que también tiene su propio olor. Pinos y tierra mojada.
Volví a casa, después de sacar mi cita, como en una pompa de jabón rodando por la calle, todo teñido de un monótono color sepia nostalgia de lugares que había echado de menos sin saberlo.
Hay que alejarse kilómetros y kilómetros para que vuelvan a tí imágenes tan vividas en la niñez y que olvidaste que formaban parte de tí, como una minúscula célula bajo la piel. De repente, te rascas en un punto del brazo y esa célula queda a flote. Estaba ahí, era un trocito de ti. Todo; el olor a naranja y a hierbabuena, los pequeños ojos verdes, la abuela, el costurero... todo formaba parte de aquella célula que se había escapado del alma hasta la piel para aflorar un día y traerte tantos recuerdos. Algo tan mecánico cómo rascarse te puede dejar en un estado semiinconsciente.
Empezar el día con buen pie o no...
...bueno, según se mire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario